UNA MARGARITA TAN FUERTE COMO ROBLE

Entre limpiar la casa, lavar, cocinar y dejar la ropa planchada, casi no vi a Margarita sentarse, con excepción de su hora de almuerzo, el cual, como de costumbre, lo tomó con prisa.

Como todos los lunes, miércoles y viernes, Margarita llega a mi casa a las siete de la mañana, después de dejar en Patzún, Chimaltenango, a su hijo de cinco años a cargo de su esposo alcohólico, sobrio, o de uno de sus gemelos de quince años para subir en el bus de las 4:45 hacia la capital.

La conozco desde que tengo memoria, su relación con mi familia comenzó cuando mis padres le cedieron la guardianía en la casa de mi bisabuela en Patzún. En ese tiempo su esposo trabajaba en la Coca-Cola y tenían tres hijos.

Ahora, dieciocho años después, mientras yo soy una estudiante de primer año de periodismo; ellos son seis hijos, su esposo está desempleado a causa de su enfermedad y Margarita llega a nuestra casa tres veces por semana para ayudarnos con la limpieza.

Aunque la veo tan a menudo no me había detenido a pensar en la realidad que  vive día con día, por lo que ese viernes no se fue sola a Patzún; le pedí que me dejara acompañarla y pasar con ella el fin de semana.

Lo que para mí fue una aventura, para ella significaron dos intensos días en los que me abrió su casa, su corazón y su pasado, para mostrarme su origen, sus luchas y sus anhelos.

Salimos de mi casa en la Avenida del Cementerio de Las Flores, zona 7 de Mixco a las 3:15 de la tarde, para alcanzar el microbus que nos llevaría a la Colonia San Ignacio. Donde cabían seis personas entraron trece. Luego de pagar Q2 cada una por el transporte, caminamos entre cinco y diez minutos hasta la parada de camioneta en la Gasolinera Tinco al final de la Calzada Roosevelt.

Esperamos unos quince minutos hasta que apareció nuestro bus, una San Antonio “llena hasta la cara” diría ella. Yo estaba segura de que no cabíamos. La camioneta arrancó

con nosotras en la grada. Entre todas las vueltas de San Lucas sentí que era cuestión de vida o muerte agarrarse de las barras para no caerme directo en el asfalto

Margarita agarró mi mochila y la perdí de vista cuando se metió entre la multitud.  Según me contó después, logró sentarse junto a otras dos personas que se apretaron contra la ventana. Después de que la camioneta cruzó todo Chimaltenango en contra de la vía, llegamos a Patzún a las siete de la noche.

Margarita es una mujer de cuarenta y seis años, de complexión fornida y estatura superior al promedio indígena. Su piel morena está quemada por el frío, utiliza su cabello negro y ondulado hasta la mitad de la espalda recogido con un gancho; los aretes le dan alergia, pero le gusta usarlos; siempre viste con un colorido traje regional combinado con sandalias, tenis o mocasines, dependiendo la ocasión.

Sus manos están endurecidas por el trabajo de campo, y sus pies se mantienen resecos; sin embargo, lo que más la caracteriza es su franca sonrisa, que deja expuesta la falta de un diente superior.

Al bajar del bus extraurbano la noté alterada; luego de tres semanas de sobriedad, su esposo había recaído y su tercer hijo, Mynor, no había ido a trabajar para cuidar a sus hermanos y arreglar la casa antes que yo llegara.

Primero fuimos a comprar lo que cenaríamos; además, Margarita me compró un paquete de bolsas de agua potable de Q6 porque “vos no estas acostumbrada al agua de pozo que tomamos, capaz que te enfermas”.

Esperamos un “tuc tuc” que nos cobró Q6 por acercarnos a su casa. Caminamos a oscuras entre las milpas hasta que nos topamos con su perrita y a tres de sus hijos. Dos ya no viven con ella pues están casados y el otro, Tomás, de quince años, estaba trabajando.

El olor a leña quemada y tul llenaba toda la casa, una vivienda de block sin repello con dos habitaciones y una cocina que Margarita alquila por Q300 al mes. Afuera, en el patio, se encuentra el pozo de agua, una pila y un baño cerrado que usa una tela negra con algunos hoyos como puerta; adentro, un inodoro de cerámica con la cañería dañada por lo que se debe acarrear un balde para echar agua.

En la esquina de la cocina hay un cuadro de la Virgen de Guadalupe apoyado en la pared y, al fondo, una estufa sin cilindro acabada de comprar en plazos de Q80 al mes en Elektra. Actualmente cocina en un poyo, ya que no tiene los recursos para pagar el cilindro de gas. Prendieron fuego a la leña y toda la casa se llenó́ de humo. Margarita comenzó́ a preparar la cena: carne, chirmol, frijoles, tostadas, pan y tortilla. “Yo les intento dar carne una vez a la semana al menos” me contó.

Como no hay mesa, Mynor y Esteban fueron a comer a uno de los dos de la casa. Brayan, el de cinco años, se sentó́ en el suelo y Margarita, en una caja. Insistieron que me sentara en el único banco de plástico de la casa. “Mari, Mynor te compró un tenedor y una cuchara para que comas, nosotros siempre comemos con las manos”, me dijo entre risas.

Toda la familia duerme en una sola habitación, los seis se reparten en una cama y un colchón en el suelo “así es más fácil saber quién llegó a dormir y quién no”, me explica ella. El otro cuarto funciona como armario y bodega; ahí guardan el tul, la ropa en costales y una cama, donde me hospedé estas tres noches.

El día siguiente comenzó́ a las ocho de la mañana con el llanto de la perrita, los mugidos de las vacas del vecino y la noticia de la muerte del suegro de su cuñada, don Cristóbal. Luego de desayunar, Margarita, Brayan y yo nos pusimos en camino a la aldea de Chuinimachicaj, donde vive una de sus seis hermanas, a quien Margarita quería que conociera. Tomás y Mynor se habían ido a trabajar antes que despertara y Esteban se preparaba para buscar un oficio de un día.

Para llegar a Chuinimachicaj es necesario caminar de quince a veinte minutos a la parada de bus, y como no había buses directos, tomamos uno con ruta a Chichoy que nos dejó́ en la entrada de “Chuini”, como le llaman. Caminamos aproximadamente otros veinte minutos en un camino de terracería con una densa y fría neblina.

Llegamos a la casa a las 11 de la mañana. La hermana de Margarita invitó a pasar a su sala. Comenzaron a hablar kaqchikel entre ellas, pues a doña Tere se le dificulta el español.

Como pudo, me contó que sus hijas también trabajan de empleadas de limpieza en la capital, una es viuda y le dejó a su cargo a sus dos hijas pues ella vive en la casa donde labora. Me contó que “está muy flaca porque trabaja con una venezolana que está a dieta y, por lo tanto, todos están a dieta”.

Fuimos con Margarita y Brayan a traer el pan a un pickup. Cuando regresamos, doña Tere y su cuñada Ana ya estaban preparando el almuerzo, o, mejor dicho, estaban matando nuestro almuerzo: un gallo.

Margarita entró a la cocina a sacar el agua hirviendo para desplumarlo, lo pusieron en un balde y Brayan se acercó a husmear “Brayan alejate que si no está bien muerto va a salir corriendo ahorita que le echemos el agua”. Por suerte, el gallo estaba muerto.

Mientras que se cocía el caldo, llegaron más familiares; entre ellos, Karen, la única mujer de Margarita. En total, almorzamos once personas sin cubiertos, cada quien donde podía, pues tampoco había comedor. Luego, nos despedimos, pues Margarita quería enseñarme, a pesar de la lluvia, Xeatzan Alto, el lugar donde creció.

Salimos de la casa para tomar el bus de las 2:45 de la tarde que nos dejaría en la entrada de la aldea. Empezó a llover, llevábamos una sola sombrilla y Margarita no quiso usarla para que yo no me enfermara. Caminamos casi media hora cuesta abajo en un camino hecho de adoquines, cemento y lodo.

Finalmente, con las piernas temblando encontramos a su hermana Ana en su patio, mientras confeccionaba un güipil y su nieta una faja. La niña escondió su cara cuanto intenté ver el detalle de su tejido. La razón de su timidez eran las grandes cicatrices que cubrían la mitad de su cara y cuello.

Margarita me explicó que su mamá, en un ataque de histeria, le había tirado agua hirviendo. Desde entonces vive con su abuela, doña Juana.

El olor a monte y tierra mojada hinundaba el lugar cuando llegamos; cuenta la leyenda que unos venados llevaron la arena blanca que decora el paisaje del lugar. La aldea donde creció es muy fría y la mayor parte del lugar son siembras de arbeja, maíz y frijol.

El terreno es montañoso; con caminos descuidados y lodosos gracias a las fuertes lluvias. El ambiente está sumido en un profundo silencio, el cual se rompía solo con la voz de Margarita cuando saludaba o las risas y exclamasiones de Brayan.

Margarita nació en una familia pobre dedicada al cultivo y la confección de trajes típicos; además, su madre, quien falleció hace catorce años, era comadrona. Fue la última de diecisés hermanos y tuvo la oportunidad de estudiar hasta sexto primaria ya que la situación de su familia era mucho mejor por el trabajo y la mano de obra de sus hermanos en el campo. Aprendió a confeccionar en casa y el español en la escuela; se casó a los dieciocho años y al año sigiente tuvo a su primer hijo.

La casa donde creció está ahora habitada por su cuñada, Doña María Nazaria con sus hijos y nietos. Doña María no habla español, enviudó luego que su esposo fue asesinado aparentemente por sus mismos famiiares en 1997; sin embargo, nunca se llegó a saber la verdad. Margarita no había regresado a su aldea natal desde hacía cuatro años y era impresionante cómo todos sus parientes la recibían en medio de bromas y risas, como si no la hubiesen dejado de ver.

Con la caída de la tarde visitamos a su hermana Francisca, quien urdía el hilo que utilizaría para tejer un güipil. Es una comadrona certificada y ayudó a Margarita a tener a su primer hijo, hace veintiocho años, Vinicio; y al último hace cinco, Brayan.

Retomamos nuestra caminata para alcanzar el bus de las 5:45 de la tarde hacia Patzún, pero la parada más cercana quedaba en otra aldea: Xeatzan Bajo. Tuvimos que caminar otra media hora entre milpa, plantaciones de arveja y la orilla de un barranco.

El bus que iba a Patzún se detuvo. Con toda la lluvia, los vidrios estaban empañados. El “brocha” estaba estilando; el chofer ya ni se molestó detenerse en las siguientes paradas.

Brayan se quedó dormido al instante. Cuando llegamos a nuestro destino, nadie lo pudo despertar así que Margarita cargó a su hijo durante más de quince minutos tapándolo con lo único que tenía, su delantal, hasta que llegamos a la casa.

La cena fue huevo con frijoles. Su esposo llegó tan borracho que se cayó en medio de la cocina. Mientras nos calentábamos con el fuego, hablamos. Me dijo que había cumplido veintinueve años de casada, y que, en ese tiempo, su esposo, Eusebio o Chevo, como normalmente lo llaman, solo le había pegado una vez.

“Cuando me casé hice un compromiso con Dios que se debe cumplir, la ventaja es que el Chevo no molesta, no pega”.

Le pregunté si pensaba inscribir a Brayan el año que viene a la escuela o a algún colegio del pueblo. “Quisiera meterlo a un colegio, estoy cotizando, ya fui al San Bernardino, pero es muy caro, cuesta 175 quetzales al mes, y ya 75 es muy caro”, me contó.

Margarita trabaja tres días a la semana en mi casa, gana Q100 al día, pero gasta Q26 de pasaje. Además, trabaja con frecuencia en la fundación Ixoquí, que busca empoderar a la mujer del campo por medio de la profesionalización de su trabajo.

Ahí recibe pedidos de canastas de tul, las cuales  le toman dos horas cada una y vende a Q50. Mynor, Esteban y Tomás también la ayudan con el dinero que ganan en sus respectivos trabajos. Por tanto, sus ingresos mensuales no son constantes; sin embargo, reune alrededor de Q2000

Además del alquiler y comidas, Margarita está pagando un terreno propio de una cuerda a Q100 mil para construir su casa, hasta ahora ha pagado el 30% y piensa reunir lo que le falta con sus ahorros y la venta de un terreno familiar, que está valorado también en Q100 mil y se lo están pagando en cuotas de Q10 mil al mes.

Mynor tiene más de veinte años y llegó hasta tercero básico, pero “primero Dios empiezo mi carrea el otro año y si se puede voy a la universidad” me dijo. Actualmente trabaja en una carpintería. Gana Q40 al día.

Karen, de veintiséis años, es la única de sus hijos graduada.Estuvo becada los últimos dos años, pero como no fue suficiente, Margarita vendió sus güipiles y su corte para pagar la mensualidad.

Actualmente está casada, tiene una hija y trabaja de maestra en una escuela dominical. Cuando puede, le hace el mercado a su mamá.

Los gemelos llegaron hasta tercero primaria, y, al no ganar el año más de una vez, decidieron salir a trabajar. Actualmente Tomás gana Q40 por jornada como asistente de albañil y Esteban busca trabajos por día o se queda en casa para cuidar a Brayan y cocinar.

Vinicio, que trabaja como administrador de una miscelánea, terminó su carrera en el colegio de mecánico automotriz, pero no le dieron el titulo porque estaba moroso con el pago de la colegiatura. Margarita prestó cinco mil quetzales en el banco, pero, cuando llegó al colegio, la deuda ya iba por once mil.

“Yo lo odio hija, odio al Chevo por esto”, me dijo con lágrimas “él tenía trabajo en la Coca-Cola, no pagó y ahora el Vinicio no tiene papeles”. 

Al día siguiente fuimos a la aldea de Chichoy, donde comenzó su vida de casada. Salimos de la casa, y en una esquina, tirado en el suelo, estaba Chevo, borracho. Margarita solo le quitó el teléfono y siguió su camino.

Me llevó a su primera casa, donde nacieron Vinicio y Mynor Orlando, quien falleció sin saber la causa. “Un día empezó́ a llorar, pero como mi mamá no estaba, no sabía que tenía y a los tres días se murió”.  Visitamos el lugar donde se corta el tul para canastas y petates. En su última venta, Margarita recaudó Q1,020. Logra hacer seis u ocho canastas al día.

Esteban preparó pollo frito para el almuerzo. “Cocina rico, esperamos que cuando cumpla dieciocho vaya al Intecap para estudiar de chef”, dijo Margarita.

Por la tarde, fue el entierro de don Cristóbal bajo una tormenta; y, con el ataúd al hombro, más de cincuenta personas acompañaron a la familia de la catedral al cementerio.

El lunes por la mañana, día de trabajo de Margarita en mi casa, salimos de la casa a las 4:30 am, la neblina era tan densa que no se miraba el final de la cuadra. Luego de caminar unos veinte minutos, encontramos una camioneta “Tropicanita”.

Fuimos las primeras en subir. Aproveché a acomodarme y no desperté́ hasta llegar a la capital a las 7:30 am. Desde la parada de la Roosevelt tomamos una 40R de regreso a San Ignacio, para finalmente, tomar el busito y regresar a mi casa. En pasaje gastamos Q14 cada una.

Al regresar, no miré a Margarita de la misma forma. Fue impacte descubrir su nobleza y bondad al mostrarme su hogar, su origen, su familia, sus penas y alegrías. Más que una crónica fue un encuentro muy personal con la mujer que llega a mi casa tres veces por semana con una sonrisa en el rostro a pesar de sus dificultades.

Ahora, estoy muy agradecida y me siento muy afortunada de compartir gran parte de mi vida con una mujer luchadora, sumamente positiva, trabajadora y tan humana como Margarita.

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